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Diálogos cruzados VI

En el día 8351869582048 de cuarentena ya la mayoría perdimos las ganas de cocinar, la colchoneta de yoga quedó arrinconada por algún lado y el libro de Marie Kondó terminó en el tacho, como debe ser. Los zooms pasaron de ser el momento más esperado de la semana a ser un fastidio. Si no hiciste pan de masa madre y sexting aunque sea una vez, estás OUT. Y ni hablar de que todxs nos estamos volviendo unxs hermosxs seres anti sociales. Salir ahora pareciera ser un sacrificio, mientras que el plano virtual sigue ganando territorio, y elementos que antes reservábamos exclusivamente para nuestra intimidad ahora se vuelven un espectáculo para nuestro público habitual. Pero la intimidad también cobró un nuevo sentido y se vino a refugiar en nuevos lugares. Como en esa esquina de la cama que te llevás puesta todas las mañanas, o en el pelo que dejas sobre la almohada cada vez que te despertás, la pelucita que está abajo de la cama y nunca alcanzás a barrer con la escoba, el lunar en el lugar más recóndito jamás visto, ese primer audio que te manda y te da nervios escuchar, o ese ratito en el que te tiraste al piso simplemente para mirar el techo.

 
En esta ocasión no traigo las buenas nuevas, sólo sabias reflexiones, bellas teorías conspirativas y lo que se podría llamar un microrrelato de Navidad.

 

Todos los años mi mamá se junta con sus amigxs a fines de enero/principios de febrero para festejar la pasada navidad y año nuevo. Ella siempre pone la casa y el pan dulce. Por A o por B, la fecha se fue corriendo, y corriendo. En marzo abro la alacena y le pregunto a mi mamá por qué tenía un pan dulce, y me cuenta que lo estaba guardando para comerlo con sus queridxs amigxs. El 11 de junio finalmente se dio por vencida y sí, amigxs míos, abrimos el pan dulce. Y lo comimos. 


Y sí, los hippies tenían razón. 
 

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